Crisis con la metrópolis

Artículo publicado en El Nuevo Día.
La metrópolis es una entidad de la cual dependen las regiones o colonias que le pertenecen. Desde 1493 hasta 1898 nuestra metrópolis fue Madrid; desde 1898, Washington.
Las tres gestas serias (Fernós-Murray 1959, Aspinall 1963 y Johnston 1989) para revisar el status del ELA de 1952 terminaron en ejercicios fallidos en Washington. Las decenas de iniciativas estadistas desde 1900 ni siquiera fueron evaluadas en el Senado federal.
Debido al inmovilismo en la metrópolis, Puerto Rico está forzado, por el momento, a sobrevivir dentro del status actual y a “hacer de limón limonada”. En las décadas del cincuenta al setenta, cuando su economía estaba en desarrollo, la estrategia era limitar las trasferencias federales y la deuda pública a la inversión en infraestructura.
Hoy, con una economía en depresión, sobreviviendo a una quiebra, sin acceso a deuda pública, con una pandemia y sin un plan de país, las transferencias federales de la metrópolis constituyen el pulmón artificial que mantiene operando a la isla.
Puerto Rico depende de su credibilidad ante la metrópolis y de sus buenas relaciones. Tanto su imagen como su credibilidad han colapsado peligrosamente a los niveles más bajos en nuestra historia.
Un territorio con tres gobernadores en un cuatrienio: uno expulsado por el pueblo, otro removido unánimemente por el Tribunal Supremo controlado por su propio partido y una bajo investigación criminal, referida a un Fiscal Especial por su propia designada secretaria de Justicia.
¿Alguien en su sano juicio puede pensar que estos eventos crean una buena imagen de gobernabilidad para Puerto Rico ante la metrópolis?
Súmese el cáncer de la corrupción. Por segunda ocasión, el gobierno federal acusa de corrupción a un secretario de Educación, receptor de la mayor asignación de fondos federales. En 2002 fue sentenciado Víctor Fajardo, en 2019 fue acusada Julia Keleher.
Nunca un presidente estadounidense había acusado públicamente al gobierno de Puerto Rico de incapaz y de malgastador de fondos federales tras los estragos del huracán María.
Complementando a los monitores, auditores y supervisores federales, en 2019 el presidente nombró al contraalmirante Peter Brown como su representante para supervisar el flujo de fondos federales.
Esta acción indigna y humillante retrae a Puerto Rico a la década del treinta cuando Franklin D. Roosevelt designó al almirante William D. Leahy como gobernador, y como una de sus principales encomiendas, el limpiar la casa de la corrupción de la Coalición anexionista que gobernaba a la isla.
Corona el escenario actual la Junta Fiscal impuesta por el Congreso, violando la Constitución del ELA, para supervisar y aprobar el presupuesto operacional de la isla.
Puerto Rico tiene que restituir su relación, imagen y reputación ante la metrópolis. Para lograrlo, necesita gobernantes con credibilidad, con las credenciales para reclutar el mejor talento, comprometidos con erradicar la corrupción y capaces de estructurar un plan con el gobierno permanente estadounidense para rescatar a la isla.
El predecible cambio político en Washington en noviembre, que llevará al Partido Demócrata a controlar la Casa Blanca, el Senado y la Cámara, representará una oportunidad formidable para que Puerto Rico entable una nueva relación con la metrópolis.
Donald Trump figurará en los anales de la historia entre los presidentes más nefastos e incompetentes: responsable de haber generado una polarización interna peligrosa, negligente con la pandemia y gestor del colapso de las relaciones internacionales de su nación.
Puerto Rico debe aprovechar la coyuntura de un nuevo gobierno en Washington que reestructurará su imagen y relaciones internacionales para hacer lo propio y reestablecer la suya con la metrópolis.